martes, 13 de septiembre de 2011

Mientras tú vivas, yo viviré contigo.

Todo comenzó un día de invierno, a mediados de diciembre. La tarde se presentaba lluviosa y gris, fría, con un viento cortante y seco que parecía vislumbrarse en cada esquina, en cada recodo del camino. Un cuadro perfecto para el poeta solitario que intenta encontrar un sentido a su vida.
Serían las seis y media cuando alguien llamó a la puerta; giré la cerradura y, por un segundo, sentí un rayo de sol caer en picado sobre mi espalda. Al otro lado, un hombre alto y uniformado, sujetaba en sus manos una carta para mí.
Cuando cerré la puerta, mis manos temblaban torpes, igual que le tiemblan a un estudiante que encuentra en su pupitre su primera carta de amor.
Por fin algo diferente, fuera de lo cotidiano. Pero... ¿quién se habría dignado a escribir a esta pobre anciana que, desde hace años, vive exiliada del recuerdo de la gente?
Mi sorpresa fue mayor cuando, al darle la vuelta a la carta, descubrí quién tenía la culpa de que mi pulso golpease cada poro de mi piel. Era él, Ramiro. Tantos años sin tener noticias suyas y, de pronto, hoy, alguien me trae un trocito de su vida dentro de un sobre.
La abrí todo lo rápido que pude. No había duda, estaba escrita de su puño y letra. Adiviné en su caligrafía la huella de cansancio que va dejando el paso de los años; sus letras góticas, antes perfectas, eran ahora más redondas e impersonales.

Durante un segundo, volví la vista atrás, cincuenta años, cuando aún éramos jóvenes y teníamos sueños, cuando aún teníamos algo en lo que creer y por lo que luchar, cuando veíamos los horizontes lejanos, inalcanzables, aguardando en la oscuridad de la distancia.
Y escuché de nuevo la sonrisa de Ramiro retumbar en el silencio que envolvía mi memoria. Vi sus ojos brillantes, llenos de vida, posando suavemente su mirada en los míos, buscando comprensión, calor, abrigo y complicidad.
Sus manos abiertas, sinceras, vacías pero llenas de cariño, de amor y de humildad secando las lágrimas amargas de mi rostro, cogiendo las mías con ternura, dándome protección y seguridad.
El aroma inconfundible de las tardes de verano junto al mar, paseando descalzos por la orilla; nuestros cuerpos blancos, puros, enlazados en la arena, con el sol moribundo de la tarde como único testigo de nuestro amor.
Sentí de nuevo las traicioneras cosquillas que rozaban mis entrañas con tan sólo oír su nombre, con sus tímidos besos, con su sola presencia. Las ganas de morirme atada a él.
Después llegó el treinta y seis con el odio devastador que sólo las guerras civiles pueden traer, con los viejos pequeños rencores en forma de bala. Todo era una extraña mezcla de sangre sobre el asfalto gris. Familias rotas, muertas, perdidas. Una masacre salpicada por la rabia y por la ira, por la confusión.
Nosotros tuvimos mejor suerte que todos aquellos pobres inocentes que murieron, de rodillas, observando con resignación la boca del cañón que pondría fin a su vida, a sus sueños.
Los padres de Ramiro no quisieron seguir jugando a la ruleta rusa con el destino. Habían perdido a tres de sus cinco hijos (a uno de ellos, al más pequeño, lo mataron delante de sus propios ojos, sin tiempo para decir "esta boca es mía"). También perdieron su casa; así que decidieron abandonar la carnicería en la que se había convertido su tierra y, embarcarse a ninguna parte, lejos del horror y la masacre.
Luego aquel último beso, cálido, suave, embriagador, eterno, acariciando mi alma por última vez; compartiendo en silencio el dolor del adiós, del hasta siempre, de la despedida sin remedio...
Prometió volver algún día, en cuanto todo aquello hubiese acabado. Y nunca más regresó.
Varios años después llegó una carta desde Cuba. Allí vivía exiliado desde entonces, ganándose la vida como escritor. Pero nuestras vidas ya no eran paralelas; lo intentamos de todas las maneras posibles, pero ya no era lo mismo. La distancia, como siempre, acaba puliendo el corazón más sólido y tenaz de quien espera al otro lado, durante largo tiempo, al abrigo de las dudas y la incertidumbre.
En nuestro caso no llegó a ahondar en el olvido. Siempre quedó abierto un resquicio de esperanza, de volver a estar juntos paseando por la orilla de la playa, esta vez observando una ciudad libre. Libre como las olas que tantas veces habíamos visto columpiarse sobre el mar, de acá para allá, sin diques que frenaran su bravura.

Así que hoy, aproximadamente quince años después de su última carta, llegan noticias suyas. Volví a mirar hacia adelante, a recorrer esos cincuenta años hacia el presente, y me dispuse a leer la esperada misiva.

La Habana, 29/11/1.987
Querida Sofía:
seguramente te preguntarás qué ha sido de mi vida durante todo este largo tiempo sin escribirte.
Pero esta vez no voy a contarte la misma historia de siempre, lo bonito que es este país, ni lo a gusto que me encuentro en él. Esta vez no tengo la intención de seguir mintiéndote, fingiendo ser feliz en una isla donde, gracias al dichoso bloqueo, solamente viven bien cuatro; los demás, vagamos por las calles como perros, buscando algo que llevarnos a la boca. No quiero seguir engañándote porque, posiblemente, ésta sea la última carta que te escriba.
Hace seis meses me diagnosticaron un cáncer de páncreas y, como podrás imaginar, mi vida es una hipoteca a corto plazo.
Cada día que pasa le doy gracias a Dios por dejarme seguir vivo, por dejarme seguir alimentando, día tras día, el resquicio de esperanza de volver a verte una vez más.
Como te iba diciendo, acá, nunca me sonrió la fortuna, ni siquiera me hizo un guiño de amistad o compasión. Nunca llegué a consagrarme como escritor, como te contaba; ni siquiera llegaron a publicar una sola novela. Todo era mentira.
Para lo único que usaba la cabeza era para pensar en ti y no para inventarme historias que de nada servirían para taerte a mi lado. Sigo sin poder dejar pasar un día sin sentir la nostalgia de tu amor, sin dejar de arrepentirme de mi partida.
Sé que prometí no llorar, ser fuerte; pero... ¿de qué sirve seguir ocultando la realidad que me atormenta desde hace tantos años?
Nunca fui fuerte, ni dejé de llorar. Cada tarde lloro en silencio, observando cómo pasa otro día sin poder volver.
Sofía, ¿no te resulta asquerosamente injusta la vida? ¿No te parece absurdo que el destino se empeñe en seguir retrasando nuestro encuentro y nuestra felicidad? ¿No tenemos nosotros también derecho a ser felices?...Y sin embargo, seguimos cargando con una cruz que nunca elegimos.
Espero que esta carta llegue a ti y puedas leerla, lo que sería señal de que aún sigues viva. Sólo espero que no me reproches las mentiras que siempre te he contado. Todas eran piadosas. Nunca quise herir más tus sentimientos, y mi realidad hubiera sido un hachazo sobre herida abierta...y jamás pensé en colmarte de dolor. Quiero que lo entiendas y que me entiendas también a mí. No sería justo seguir apretando ese nudo, esa angustia.
Yo acá, nunca eché raíces y tú, eres la única familia que me queda. Como último deseo pido que, cuando la negra dama desenvaine su guadaña, me mantengas vivo en tu memoria. Si tú vives, yo también. Si tú mueres, moriré contigo.
Bueno Sofía, me encantaría seguir contándote cosas, pero mi delicada salud me lo impide. El solo hecho de escribirte ya es un sobresfuerzo para mí. Ya ves, hasta escribir me fatiga.
Pues sin más, me despido; quizá para siempre, y te envío el mayor de los besos que jamás te he enviado. Te querré eternamente; siempre te quise y tú lo sabes, por eso me voy tranquilo, sin miedo, con tu imagen tatuada en mi corazón.
Adiós Sofía, hasta siempre
PD: recuerda, mientras tú vivas, yo viviré

 
Cuando terminé de leerla, un inmenso nudo me apretaba el cuello. Las lágrimas me impedían ver con nitidez los objetos muertos que me rodeaban. Sentí el frío filo de un cuchillo deslizarse por mi alma.
No podía ser verdad. Siempre creyendo que tendría una vida digna, sin demasiado dinero, pero cómoda. Y resulta que era mentira. El pobre Ramiro nunca fue escritor. Sólo vivía para volver a la tierra que una vez le obligó a huir, le obligó a marchitarse en la penumbra, al acecho de poder volver. De volver a verme y abrazarme. Que le obligó a consumirse en vida, sin una mano cerca que lo consolara.
Los años me fueron demostrando que la vida es dura pero, aquella tarde, mi forma de ver el mundo se desvaneció, igual que se evapora un sueño con la primera luz del alba, cuando todavía estamos cabalgando a medio camino, entre el sueño y la realidad.
Todo lo que nunca había llegado a entender, lo comprendía ahora, en tan sólo unos segundos; ahora que tenía el sabor amargo de la derrota en los labios, ahora que no quedaba tiempo para dar marcha atrás.
Por primera vez fui marioneta y espectadora de la representación teatral que es la vida. Vi lo desapercibidos que pasamos todos por este escenario, después de haber enseñado uñas y dientes, después de habernos partido mil veces el alma entre bastidores para conseguir un papel principal, para escuchar un aplauso al final de la obra a modo de reconocimiento, del buen hacer, de la entrega; buscando un abrazo, una mano en la espalda, un minuto de gloria.
Mil y un esfuerzos en vano para volver a la nada de la que partimos, para reducirnos al polvo que vaga en el viento de acá para allá, con la libertad que nos negaron los años.
Y hoy, que tal vez es demasiado tarde, siento más ganas que nunca de tenerlo a mi lado, de decirle una vez más que le quiero y que, al igual que él a mí, siempre lo he querido; muchas veces en silencio, pero con la misma intensidad que hace cincuenta años, cuando acariciábamos los sueños con la mano y el porvenir nos sonreía por primera y última vez.


Esta mañana aterricé en Madrid después de las infernales e incómodas horas de viaje, para mi estado de salud. Llegué radiante de felicidad por volver a la tierra que tantas veces aparecía en mis sueños; por volver a ver a Sofía.
Cogí un taxi para llegar lo antes posible a su casa. Durante el trayecto pensé que jamás podría pagar su generosidad. Después de tantos años, con sus pequeños ahorros, me compró un billete para pasar las navidades con ella. Aún no me lo podía creer.
Desde el taxi contemplaba atónito las calles de una ciudad que, en otro tiempo, conocía como la palma de la mano y que, ahora, eran tan ajenas a mí; muy distintas de como las había visto la última vez.
Me bajé del coche y, lentamente, caminé hacia su portal. Las manos me temblaban, presas de una mezcla de felicidad y de fatiga. Contestó un hombre muy amable que, enseguida me invitó a subir.
Imaginé por el camino su silueta, seguramente enjuta como la mía, recortada en la penumbra instantánea que aparece cada vez que se abre una puerta.
Cuando llegué arriba, el hombre que me había contestado por el micro, me esperaba. Me estrechó entre sus brazos con un abrazo fuerte y fraternal, y me invitó a entrar.
La busqué con la mirada nerviosa en todas direcciones. Entonces, aquel hombre, que era su hijo pequeño, Ramiro, me acercó una silla y se fue hacia una máquina de escribir. Regresó con una nota en sus manos. Cuando me la entregó, las lágrimas apenas me dejaban distinguir las letras. Saqué un pañuelo y las sequé tan pronto como pude y comencé a leer:

Madrid, 19/12/1987
Querido Ramiro:
junto a esta nota te he dejado una carta. Cuando la hayas leído, no llores. Esta vez quiero que seas más fuerte que nunca y que cumplas esta última promesa que te pido. Pronto nos veremos en algún lugar, y entonces, nadie nos podrá robar la eternidad, ni nos volverán a separar.
Te ama eternamente...Sofía
PD: Ramiro, recuerda: mientras tú vivas, yo viviré contigo

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