martes, 20 de septiembre de 2011

Nunca vió su cara.

Abrió los ojos y miró con miedo a su alrededor. Estaba oscuro y tuvo que incorporarse para ver mejor. Pero un fuerte dolor en los tobillos se lo impidió. Entonces no le quedó más remedio que comprender: estaba atado. Atado con cadenas, como si fuera algo peor que un animal. Y le fue preciso recordar: había salido con los demás de caza. Cantos, risas y el silencio súbito ante la intuición de la presa próxima. Luego, aquella avalancha imprevista, gritos, golpes, el dolor, la oscuridad... Los ojos se le llenaron de lágrimas de espanto. Junto a él, decenas de ojos amigos lloraban en silencio de espanto.
Abrió los ojos y sonrió. Le gustaba despertarse así, con la música del laúd que la esclava tocaba con tanta suavidad como alegría. Comenzaba una nueva jornada en la que no tendría nada que hacer, como durante las 5.915 vividas hasta entonces y anotadas en el cuadro de marfil que su abuela le había regalado en su nacimiento. Tan sólo jugar con sus primas y hermanas, escuchar alguna lectura, dejarse bañar y arreglar por las esclavas y, de cuando en cuando, ir al palacio del abuelo. Eso era todo. Casi nada que hacer y no pensar demasiado.
Le separaron de los demás. Le dijeron que se ocuparía de remar. Le explicaron que, como los otros siete esclavos, tenía que estar siempre preparado para llevar a las princesas desde su palacio al del rey, al otro lado del río. Le hicieron saber violentamente que jamás debía mirar a las mujeres. Bajo ningún pretexto. El más pequeño intento o error sería considerado como falta grave. Como castigo, la muerte. A cambio de su prudencia y de la fuerza de sus brazos, comida y un lugar recogido donde dormir. Comprendió tristemente: la vida sin vida.
Se le había olvidado que aquel día era fiesta y toda la familia debía reunirse en el palacio del abuelo, blanco y verde. Así que pasó la mañana eligiendo las mejores sedas y se hizo perfumar con agua de rosas y jazmín. Le gustaba aquel olor.
Los gritos del jefe de los remeros anunciaron la llegada de las princesas. Hizo como todos: se arrodilló y pegó la cabeza al suelo para no verlas. Al pasar, sintió el roce de sus pies en la arena. Y le llegó el olor de su perfume. Rosas y jazmín.
Como siempre, la ceremonia la aburrió. Tantas reverencias, tantos saludos respetuosos a mujeres cuyos nombres ignoraba, pero a las que le unía la sangre...Y el abuelo, distante, frío, guardando siempre las formas. Recordó una vez más los años en que él sólo era príncipe heredero y ella una niña pequeña, y él iba a verla y la acariciaba, y ella le hacía tantas preguntas y él le contaba mil historias maravillosas. Ahora era un rey y la ternura se había acabado.
Esperó su regreso con el cuerpo y el alma tensos. Necesitaba saber si volvería a sentir el mismo olor y notaría de nuevo el calor de su cuerpo cerca. Era lo único que podía ocuparle el pensamiento. Aquello y la muerte. Pero no debía pensar en la muerte. La esperó.
Caminó hacia la barca cansada, con ganas de llegar a casa y sentirse de nuevo tranquila. Las demás reían. Apartó el velo de su cara, pues ningún hombre estaba cerca. Respiró hondo y miró más allá del río. El sol estaba ocultándose y la ciudad, a lo lejos, cambiaba de color, semejante a una miniatura. Se volvió a mirar las montañas del otro lado, pero sus ojos se quedaron quietos cerca del agua. Como algo inevitable, ahí estaba la espalda de uno de los remeros, inclinada sobre el río, con la cabeza baja y fija para no verla nunca... Nunca había mirado la espalda de un remero. Sintió frío.
Aprendió a reconocerla por el ruido de sus pasos, por el olor único de su cuerpo, por el ritmo del crujido de sus ropas. Y por su sombra, que espiaba con los ojos pegados a la tierra. La sentía acercarse a él, acariciar su cuello y su espalda, apretarse tibia contra su cuerpo inclinado. Entonces la besaba. Besaba el suelo, apretando su cara contra él, porque su sombra estaba allí. Entregada.
De noche no podía dormir.
Ella lo inundaba todo.
Lo reconocía entre todos. Inventaba excusas para visitar cada día el palacio del abuelo. Y cada día se arreglaba como si fuera una novia conducida por primera vez ante el hombre que la iba a poseer y que debía desearla. Cada día sentía cómo el corazón le latía fuerte al acercarse al embarcadero, cómo se le estremecía todo el cuerpo cuando llegaba junto a él y su sombra acariciaba su espalda, y durante un momento permanecía quieta, apretando la sombra contra su cuerpo, atravesándolo y recibiendo sus labios. Sabía que él la besaba.
En la barca se quitaba el velo y seguía con los ojos cada uno de sus movimientos. Conocía de memoria la forma de su espalda y de sus brazos, sabía cuándo los músculos estaban en tensión y cuándo descansaban, reconocía los distintos tonos de su piel a cada hora del día, en las diferentes luces.
Sólo soñaba con él. Deseaba ver su rostro. Lo deseaba más que el aire y que el pan.
El dolor era insoportable. Sabía que ella lo estaba mirando un día más y no podía mirarla. Pero tenía que mirarla. Sólo un segundo. Necesitaba ver durante un segundo cómo eran sus ojos y su boca, y el color de su pelo y la forma de sus manos, para poder soñar con ella. Tenía que mirarla durante un segundo para poder dormir. Apretó el remo con fuerza y comenzó a mover la cabeza despacio, con miedo a que alguien oyese el crujido de sus huesos al girar, el roce de su pelo en el aire.
Ella se tapó la boca para no gritar. Se estaba volviendo y vería su cara. Al fin podría ver su cara y dibujarla con las manos en la almohada, por la noche, para besarla después. Lo vería ahora mismo. Aunque sólo fuera durante un segundo. Perderse en sus ojos un segundo.
A sus espaldas, la vieja esclava lanzó un chillido. Se giró hacia ella y vio cómo señalaba con espanto al remero. Cuando se volvió de nuevo hacia él, su rostro estaba otra vez hundido en el suelo.
Se sintieron ciegos y lloraron en silencio. Tapada por el velo. Inclinado sobre el río.
La vieja esclava habló.
Le cortaron la cabeza a las cinco.
A las cinco, descolgó el cuadro de marfil en el que habían anotado el día 6.150 de su vida. Sacó de la parte de atrás el frasquito que la abuela le había regalado unas horas antes de morir. Olía a rosas y a jazmín. Lo echó en la copa de plata y se sentó en la ventana, mirando hacia el embarcadero.
La enterraron dos días después, en el cementerio real, entre los llantos en mil tonos diferentes de todas las mujeres de la familia.
A él lo tiraron a los perros favoritos del rey. En castigo por haberse atrevido a mirar lo que ningún hombre podía ver.
Él nunca vio su cara.
Ella nunca vio su cara.

martes, 13 de septiembre de 2011

Mientras tú vivas, yo viviré contigo.

Todo comenzó un día de invierno, a mediados de diciembre. La tarde se presentaba lluviosa y gris, fría, con un viento cortante y seco que parecía vislumbrarse en cada esquina, en cada recodo del camino. Un cuadro perfecto para el poeta solitario que intenta encontrar un sentido a su vida.
Serían las seis y media cuando alguien llamó a la puerta; giré la cerradura y, por un segundo, sentí un rayo de sol caer en picado sobre mi espalda. Al otro lado, un hombre alto y uniformado, sujetaba en sus manos una carta para mí.
Cuando cerré la puerta, mis manos temblaban torpes, igual que le tiemblan a un estudiante que encuentra en su pupitre su primera carta de amor.
Por fin algo diferente, fuera de lo cotidiano. Pero... ¿quién se habría dignado a escribir a esta pobre anciana que, desde hace años, vive exiliada del recuerdo de la gente?
Mi sorpresa fue mayor cuando, al darle la vuelta a la carta, descubrí quién tenía la culpa de que mi pulso golpease cada poro de mi piel. Era él, Ramiro. Tantos años sin tener noticias suyas y, de pronto, hoy, alguien me trae un trocito de su vida dentro de un sobre.
La abrí todo lo rápido que pude. No había duda, estaba escrita de su puño y letra. Adiviné en su caligrafía la huella de cansancio que va dejando el paso de los años; sus letras góticas, antes perfectas, eran ahora más redondas e impersonales.

Durante un segundo, volví la vista atrás, cincuenta años, cuando aún éramos jóvenes y teníamos sueños, cuando aún teníamos algo en lo que creer y por lo que luchar, cuando veíamos los horizontes lejanos, inalcanzables, aguardando en la oscuridad de la distancia.
Y escuché de nuevo la sonrisa de Ramiro retumbar en el silencio que envolvía mi memoria. Vi sus ojos brillantes, llenos de vida, posando suavemente su mirada en los míos, buscando comprensión, calor, abrigo y complicidad.
Sus manos abiertas, sinceras, vacías pero llenas de cariño, de amor y de humildad secando las lágrimas amargas de mi rostro, cogiendo las mías con ternura, dándome protección y seguridad.
El aroma inconfundible de las tardes de verano junto al mar, paseando descalzos por la orilla; nuestros cuerpos blancos, puros, enlazados en la arena, con el sol moribundo de la tarde como único testigo de nuestro amor.
Sentí de nuevo las traicioneras cosquillas que rozaban mis entrañas con tan sólo oír su nombre, con sus tímidos besos, con su sola presencia. Las ganas de morirme atada a él.
Después llegó el treinta y seis con el odio devastador que sólo las guerras civiles pueden traer, con los viejos pequeños rencores en forma de bala. Todo era una extraña mezcla de sangre sobre el asfalto gris. Familias rotas, muertas, perdidas. Una masacre salpicada por la rabia y por la ira, por la confusión.
Nosotros tuvimos mejor suerte que todos aquellos pobres inocentes que murieron, de rodillas, observando con resignación la boca del cañón que pondría fin a su vida, a sus sueños.
Los padres de Ramiro no quisieron seguir jugando a la ruleta rusa con el destino. Habían perdido a tres de sus cinco hijos (a uno de ellos, al más pequeño, lo mataron delante de sus propios ojos, sin tiempo para decir "esta boca es mía"). También perdieron su casa; así que decidieron abandonar la carnicería en la que se había convertido su tierra y, embarcarse a ninguna parte, lejos del horror y la masacre.
Luego aquel último beso, cálido, suave, embriagador, eterno, acariciando mi alma por última vez; compartiendo en silencio el dolor del adiós, del hasta siempre, de la despedida sin remedio...
Prometió volver algún día, en cuanto todo aquello hubiese acabado. Y nunca más regresó.
Varios años después llegó una carta desde Cuba. Allí vivía exiliado desde entonces, ganándose la vida como escritor. Pero nuestras vidas ya no eran paralelas; lo intentamos de todas las maneras posibles, pero ya no era lo mismo. La distancia, como siempre, acaba puliendo el corazón más sólido y tenaz de quien espera al otro lado, durante largo tiempo, al abrigo de las dudas y la incertidumbre.
En nuestro caso no llegó a ahondar en el olvido. Siempre quedó abierto un resquicio de esperanza, de volver a estar juntos paseando por la orilla de la playa, esta vez observando una ciudad libre. Libre como las olas que tantas veces habíamos visto columpiarse sobre el mar, de acá para allá, sin diques que frenaran su bravura.

Así que hoy, aproximadamente quince años después de su última carta, llegan noticias suyas. Volví a mirar hacia adelante, a recorrer esos cincuenta años hacia el presente, y me dispuse a leer la esperada misiva.

La Habana, 29/11/1.987
Querida Sofía:
seguramente te preguntarás qué ha sido de mi vida durante todo este largo tiempo sin escribirte.
Pero esta vez no voy a contarte la misma historia de siempre, lo bonito que es este país, ni lo a gusto que me encuentro en él. Esta vez no tengo la intención de seguir mintiéndote, fingiendo ser feliz en una isla donde, gracias al dichoso bloqueo, solamente viven bien cuatro; los demás, vagamos por las calles como perros, buscando algo que llevarnos a la boca. No quiero seguir engañándote porque, posiblemente, ésta sea la última carta que te escriba.
Hace seis meses me diagnosticaron un cáncer de páncreas y, como podrás imaginar, mi vida es una hipoteca a corto plazo.
Cada día que pasa le doy gracias a Dios por dejarme seguir vivo, por dejarme seguir alimentando, día tras día, el resquicio de esperanza de volver a verte una vez más.
Como te iba diciendo, acá, nunca me sonrió la fortuna, ni siquiera me hizo un guiño de amistad o compasión. Nunca llegué a consagrarme como escritor, como te contaba; ni siquiera llegaron a publicar una sola novela. Todo era mentira.
Para lo único que usaba la cabeza era para pensar en ti y no para inventarme historias que de nada servirían para taerte a mi lado. Sigo sin poder dejar pasar un día sin sentir la nostalgia de tu amor, sin dejar de arrepentirme de mi partida.
Sé que prometí no llorar, ser fuerte; pero... ¿de qué sirve seguir ocultando la realidad que me atormenta desde hace tantos años?
Nunca fui fuerte, ni dejé de llorar. Cada tarde lloro en silencio, observando cómo pasa otro día sin poder volver.
Sofía, ¿no te resulta asquerosamente injusta la vida? ¿No te parece absurdo que el destino se empeñe en seguir retrasando nuestro encuentro y nuestra felicidad? ¿No tenemos nosotros también derecho a ser felices?...Y sin embargo, seguimos cargando con una cruz que nunca elegimos.
Espero que esta carta llegue a ti y puedas leerla, lo que sería señal de que aún sigues viva. Sólo espero que no me reproches las mentiras que siempre te he contado. Todas eran piadosas. Nunca quise herir más tus sentimientos, y mi realidad hubiera sido un hachazo sobre herida abierta...y jamás pensé en colmarte de dolor. Quiero que lo entiendas y que me entiendas también a mí. No sería justo seguir apretando ese nudo, esa angustia.
Yo acá, nunca eché raíces y tú, eres la única familia que me queda. Como último deseo pido que, cuando la negra dama desenvaine su guadaña, me mantengas vivo en tu memoria. Si tú vives, yo también. Si tú mueres, moriré contigo.
Bueno Sofía, me encantaría seguir contándote cosas, pero mi delicada salud me lo impide. El solo hecho de escribirte ya es un sobresfuerzo para mí. Ya ves, hasta escribir me fatiga.
Pues sin más, me despido; quizá para siempre, y te envío el mayor de los besos que jamás te he enviado. Te querré eternamente; siempre te quise y tú lo sabes, por eso me voy tranquilo, sin miedo, con tu imagen tatuada en mi corazón.
Adiós Sofía, hasta siempre
PD: recuerda, mientras tú vivas, yo viviré

 
Cuando terminé de leerla, un inmenso nudo me apretaba el cuello. Las lágrimas me impedían ver con nitidez los objetos muertos que me rodeaban. Sentí el frío filo de un cuchillo deslizarse por mi alma.
No podía ser verdad. Siempre creyendo que tendría una vida digna, sin demasiado dinero, pero cómoda. Y resulta que era mentira. El pobre Ramiro nunca fue escritor. Sólo vivía para volver a la tierra que una vez le obligó a huir, le obligó a marchitarse en la penumbra, al acecho de poder volver. De volver a verme y abrazarme. Que le obligó a consumirse en vida, sin una mano cerca que lo consolara.
Los años me fueron demostrando que la vida es dura pero, aquella tarde, mi forma de ver el mundo se desvaneció, igual que se evapora un sueño con la primera luz del alba, cuando todavía estamos cabalgando a medio camino, entre el sueño y la realidad.
Todo lo que nunca había llegado a entender, lo comprendía ahora, en tan sólo unos segundos; ahora que tenía el sabor amargo de la derrota en los labios, ahora que no quedaba tiempo para dar marcha atrás.
Por primera vez fui marioneta y espectadora de la representación teatral que es la vida. Vi lo desapercibidos que pasamos todos por este escenario, después de haber enseñado uñas y dientes, después de habernos partido mil veces el alma entre bastidores para conseguir un papel principal, para escuchar un aplauso al final de la obra a modo de reconocimiento, del buen hacer, de la entrega; buscando un abrazo, una mano en la espalda, un minuto de gloria.
Mil y un esfuerzos en vano para volver a la nada de la que partimos, para reducirnos al polvo que vaga en el viento de acá para allá, con la libertad que nos negaron los años.
Y hoy, que tal vez es demasiado tarde, siento más ganas que nunca de tenerlo a mi lado, de decirle una vez más que le quiero y que, al igual que él a mí, siempre lo he querido; muchas veces en silencio, pero con la misma intensidad que hace cincuenta años, cuando acariciábamos los sueños con la mano y el porvenir nos sonreía por primera y última vez.


Esta mañana aterricé en Madrid después de las infernales e incómodas horas de viaje, para mi estado de salud. Llegué radiante de felicidad por volver a la tierra que tantas veces aparecía en mis sueños; por volver a ver a Sofía.
Cogí un taxi para llegar lo antes posible a su casa. Durante el trayecto pensé que jamás podría pagar su generosidad. Después de tantos años, con sus pequeños ahorros, me compró un billete para pasar las navidades con ella. Aún no me lo podía creer.
Desde el taxi contemplaba atónito las calles de una ciudad que, en otro tiempo, conocía como la palma de la mano y que, ahora, eran tan ajenas a mí; muy distintas de como las había visto la última vez.
Me bajé del coche y, lentamente, caminé hacia su portal. Las manos me temblaban, presas de una mezcla de felicidad y de fatiga. Contestó un hombre muy amable que, enseguida me invitó a subir.
Imaginé por el camino su silueta, seguramente enjuta como la mía, recortada en la penumbra instantánea que aparece cada vez que se abre una puerta.
Cuando llegué arriba, el hombre que me había contestado por el micro, me esperaba. Me estrechó entre sus brazos con un abrazo fuerte y fraternal, y me invitó a entrar.
La busqué con la mirada nerviosa en todas direcciones. Entonces, aquel hombre, que era su hijo pequeño, Ramiro, me acercó una silla y se fue hacia una máquina de escribir. Regresó con una nota en sus manos. Cuando me la entregó, las lágrimas apenas me dejaban distinguir las letras. Saqué un pañuelo y las sequé tan pronto como pude y comencé a leer:

Madrid, 19/12/1987
Querido Ramiro:
junto a esta nota te he dejado una carta. Cuando la hayas leído, no llores. Esta vez quiero que seas más fuerte que nunca y que cumplas esta última promesa que te pido. Pronto nos veremos en algún lugar, y entonces, nadie nos podrá robar la eternidad, ni nos volverán a separar.
Te ama eternamente...Sofía
PD: Ramiro, recuerda: mientras tú vivas, yo viviré contigo

lunes, 5 de septiembre de 2011

Maravisqueroso Septiembre

   Ya está aquí, este maravisqueroso mes de septiembre. ¿Por qué maravisqueroso? Fácil, porque es el mes de los contrastes. El 87% del mes es asqueroso: Exámenes, fin de las vacaciones, más exámenes... Pero existe ese otro 13% (reencuentros con grandes amigos, novatadas y... ¡Si! mi cumpleaños ) que es maravilloso y maquilla todo lo malo. Así, aunque septiembre empiece oliendo a perro muerto de 20 días, el final lo compensa todo.



  Pero este año todo es diferente (el 87 sigue siendo igual), por más increíble que sea ese pequeño 13%, no hará que septiembre sea mejor (pasando de maravisqueroso a asquerosamente asqueroso). Os preguntaréis por qué... El motivo son las despedidas, despedidas everywhere. Las Erasmus vienen llevarse a personas muy importantes para mí. Y, aunque sé que va a ser el mejor año de sus vidas, no puedo evitar ser egoísta y querer que se queden aquí a mi lado.

   No quiero que llegue el día en el que me tenga que despedir, de él será hasta Navidad, y de ella hasta... ni sé cuándo. Intento alargarlo lo más posible, pero irremediablemente tiene que llegar.

   Me gustaría parar el tiempo para que nunca llegue la despedida, pero sé que eso no lo puedo hacer, así que en lugar de eso me gustaría parar los sentimientos, para que cuando vuelvan todo siga igual, que sigan siendo los mismos, que sigamos siendo como hasta hoy. Supongo que eso es lo que más miedo me da, más que cualquier despedida, temo que las cosas no vuelvan a ser lo mismo, que nosotros no seamos los mismos.

   Ahora lo único que puedo decir es que les echaré de menos, que contaré los días ansiosa para verles, y que quiero que se lleven los mejores recuerdos de Cáceres y míos (el mayor abrazo que jamás les han dado, unas cuantas/muchas lágrimas y una buena sonrisa, porque sólo les esperan cosas buenas)

   Les quiero, y eso es así.

   Espero que seáis felices, y si estáis en la misma situación que yo ya sabéis, billete de avión y a conocer Europa, ¡la casa la tenemos!





Solo espero que consigas darte cuenta,
y aunque sea difícil al final comprendas
que aunque ponga voluntad
no habrá nada en el mundo
que me haga olvidar que no estás cerca,
que me enseñe a vivir sin repetirme
"cuanto te echo de menos
"...

domingo, 4 de septiembre de 2011

Vengo de otro planeta.

AQUÍ PERRO VERDE LLAMANDO A TIERRA. Sábado.0:50. Una página en blanco delante. No hay nada que me apetezca más que esto ahora mismo.
                Ayer me acosté con el pie izquierdo, pero después de dar mil vueltas en la cama me he levantado con el derecho. Algo realmente sorprendente en mí. Cuando desperté, pensé que sería otro día más en mi gris vida, pero ha resultado que SORPRENDENTEMENTE estaba confundida. ¡POR FIN ESTABA CONFUNDIDA! Nah, es mentira, suelo equivocarme muy a menudo, para qué engañarnos… El caso es que después de un gran día he llegado a casa con una sonrisa de oreja a oreja. Prometo que al llegar tenía pensado coger esos apuntes que me están volviendo loca, pero en vez de eso he tenido una idea mucho mejor, película y una buena canción. Lo que os voy a confesar ahora probablemente suene triste, es más, probablemente lo sea. Me he dado cuenta de que me encanta mi vida gris, si, he necesitado una canción para darme cuenta, pero lo he hecho.
                Vale, no soy una princesa de cuento, y mi vida no se parece en absoluto a un cuento, en verdad soy de lo más normal, puede que incluso a veces aburrida, tengo una personalidad demasiado fuerte, soy demasiado perfeccionista y puse el listón tan alto que no llego a cogerlo. Así me describiría cualquier día, pero no hoy. Hoy me considero una persona afortunada de tener una familia maravillosa, amigos geniales, y qué cojones, unos followers que son la leche. Vale que he construido una coraza de Tortuga Ninja, pero tiene su parte buena, aunque no lo parezca la tiene. La parte buena es que quien quiere conocerme de verdad se da cuenta de que debajo hay algo más (prometo que cosas buenas). Odio las películas románticas, pero me encantaría vivir una, paseo en cortacésped, rosas, canciones bajo el balcón y un paseo bajo la lluvia incluidos (un numerito musical sin venir a cuento estaría de puta madre también), pero soy alérgica a las cursiladas, cosa que me lleva a deciros que también soy bipolar.
                He tomado tantas decisiones equivocadas en mis cortos 20 años, que se podría decir que tengo la licenciatura, doctorado y máster. Según dicen soy “la voz de la puta verdad”, vamos, que lo de mentir y quedar bien no va demasiado conmigo. Supongo que es por esto por lo que la gente me pide tanto consejo… Así que si, me paso la vida dando los consejos que quiero escuchar. Aunque me las de de machota y superwoman soy una sentimental de mierda, peeeeero shh que nadie se puede enterar, por eso escribo, escribo tooooodo el tiempo… Supongo que por eso estoy aquí, delante de un ordenador, necesitaba que por fin alguien escuchara (en este caso leyera) lo feliz que me siento hoy.
No sé si escribiré más, depende de la canción que escuche o la película que vea ese día, o del pie con el que me levante, o simplemente de la necesidad que tenga de que alguien sepa cómo me siento. Hoy tenía la necesidad de demostrar que al nacer alguien debió caerme al suelo, porque no puede existir una persona más complicada que yo.
*Si habéis aguantado hasta el final tengo que daros las gracias por haberlo hecho.*
                ¡Hasta la próxima! Que seáis felices, porque sois perfectos.